La lengua como patria

Ayer el CCCB se llenó con la presencia de Herta Müller, Nobel de Literatura en 2009. Allí habló con la traductora y crítica literaria Cecilia Dreymüller de la lengua como patria, de la patria de las palabras, del lenguaje, y de los libros.



De pequeña, Herta Müller tenía un vestido de Pepita Muster, que parece una diseñadora, pero es como se llama en alemán al estampado de pata de gallo. Lo odiaba. Por eso tiene tirria a la palabra Pepita. Espero que tenga a bien perdonarla, Josefina.

Herta Müller colecciona palabras recortadas de revistas en una caja de zapatos. Con ellas hace poemas-collage que pega en cartulinas con pegamento de barra. Una vez que se han pegado ya no se pueden mover. Es como una metáfora de la vida. Pero Herta Müller no cree en las metáforas. Es de la opinión de que todo tiene una explicación banal que se basa en lo vivido. Así, su caja de zapatos, que compara con una estación donde las palabras esperan su tren, la poesía por la poesía, tiene mucho que ver con su infancia en la Rumanía de Ceaucescu, cuando escondía sus tesoros en cajas que después enterraba en el jardín. Y esas cajas, a su vez, con la caja de mudanzas que aparece en Immer derselbe Schnee und immer derselbe Onkel. Una caja que salió por la tele cuando murió el Papa, tan parecida era a un ataúd.

Cuando Müller llegó a Alemania se enamoró del papel de las revistas, tan colorido, tan alegre, con ese olor a tinta y todas esas texturas. También le atrajo la literatura de los anuncios, cómo se mezclaban las palabras para vender todo aquello que en su país no existía. En el fondo, toda forma de comunicación es un collage. Y a Müller le cuesta leer algo sin querer recortarlo, por si no vuelve a encontrar esa palabra tan especial.

Dice Edgar en La bestia del corazón, que cuando callamos nos volvemos desagradables y cuando hablamos nos volvemos ridículos. Y dice la propia Herta que la patria no es el lenguaje, la patria es lo que se habla, lo que se dice. Esa patria no es la misma para alguien a quien se le niega su propia lengua materna o que por razones políticas se ve obligado a abandonar su país de origen. En ese caso, la patria es el tiempo que hemos perdido. Herta Müller procede de la minoría lingüística en Rumanía que habla alemán. Aprendió rumano al entrar al instituto. Lleva dentro los dos idiomas, porque las lenguas que hablamos, como los recuerdos, nos acompañan siempre. Forman parte de quiénes somos, de nuestra manera de pensar y de ver el mundo.

En Immer derselbe Schnee und immer derselbe Onkel (literalmente “siempre la misma nieve y siempre el mismo tío”), que aún no se ha traducido al castellano, Müller juega con la polisemia de la palabra “nea”, que en rumano significa nieve y también sirve para hablar de un hombre al que se conoce demasiado para tratarlo de usted, pero no lo suficiente para tutearlo. El equivalente en alemán de esta última acepción es “Onkel”, tío. La madre de la protagonista culpa a la nieve de su destino. Una nieve que es siempre la misma y que una vez que ha caído no se puede recolocar, como las palabras que ya se han pegado, como las cosas que ya se han vivido.

Cuando se vive en dos idiomas, las fronteras se diluyen, los significados se transparentan y dan paso a nuevas realidades, que abandonan la metáfora para formar parte de lo cotidiano. Müller se acostumbró a vivir con esa dicotomía lingüística y vital que la ha hecho ser quien es. Desde pequeña, la escritora aprendió, por ejemplo, que no se puede mentir, pero que hay gente que va a la cárcel por decir la verdad.

Ayer, me encontré con que se me había olvidado el cuaderno, y tuve que tomar notas sobre un mapa de Barcelona. Me pareció una bonita imagen: la lengua como patria, las palabras como camino, Herta Müller en Barcelona y Pepita Muster sobre el Carrer de Berlín. Yo sí creo en las metáforas.

[Publicado originalmente el 27 de junio de 2012 en Sigueleyendo]